Seguidores

miércoles, 27 de marzo de 2013

Abderramán III. El califa.

Abderramán III no era un árabe típico, pues su piel era clara, sus ojos azules oscuros y su cabello rubio tirando a pelirrojo que intentaba ocultar usando tintes de alheña para ennegrecerlo.
De corta estatura y complexión fuerte, tenía un aspecto atractivo, señorial y majestuoso que destacaba, sobre todo, cuando iba a lomos de su caballo, a pesar de que los estribos no bajaban un palmo de la silla debido a la reducida longitud de sus piernas, sin embargo, cuando iba a pie resultaba bajo para la talla media de los de su raza.
Desde joven demostró poseer la constancia y astucia propia de los Omeya, junto al valor personal y acertado sentido de la realidad que, sin duda, le venía de su ascendencia vascona. Poseía además de una inteligencia ágil, aguda perspicacia y un carácter cortés y benevolente, una elocuencia oratoria poco común, así como excelentes dotes para la composición poética.
Criado muy cerca de su abuelo que, probablemente, acuciado por problemas de conciencia por la muerte de su padre, le tomó un especial aprecio y no ocultó a los ojos de los demás, pronto aquel niño fue el nieto preferido del Emir, al que llegada su adolescencia y mediante gestos tales como el que en alguna fiesta le hiciera sentar en el trono mientras él ocupaba un estrado a su lado, o que a la vista de todos se quitase su anillo para ponerlo en el dedo del nieto, destinó a que fuera su sucesor.
El joven Abd al-Rahman, que siempre vivió en la corte cordobesa, situación que no gozaron los propios hijos de su abuelo, tuvo una esmerada educación que asimiló con soltura dada sus ya comentadas cualidades personales y su indudable inclinación al conocimiento de las materias que entonces se consideraban imprescindibles en la formación de un hombre, que como él, estaba llamado a ocupar el más alto puesto en la sociedad en la que había nacido.
Sucedió a su abuelo, a la edad de veinte años. Heredando un Emirato más nominal que real ya que a lo largo y ancho de Al-Andalus la desunión de los señores locales que controlaban las ciudades reducían el control efectivo del Emir a los territorios aledaños de Córdoba.
Durante los primeros años de su gobierno, Abderramán III se dedicó a sofocar todas las rebeldías y a unificar los territorios andalusíes bajo su mando. Quizás sus más importantes logros fueron la sumisión de Toledo y la derrota de Omar al Hafsún, señor de gran parte de la Andalucía Oriental. Así formó un autentico Califato.
Una vez asentado su reino y su poder, quizá como desquite a la austeridad de la juventud junto a su tía, relajó sus costumbres. Entregado al vino y los placeres, su crueldad y prepotencia se acrecentaron, haciéndole protagonista de sucesos deleznables...
Bajo su mandato, la ciudad de Córdoba alcanzó el millón de habitantes, disponía de mil seiscientas mezquitas, trescientas mil viviendas, ochenta mil tiendas, innumerables baños públicos, setenta bibliotecas, una universidad, una escuela de Medicina y otra de traductores.
Amplió la Mezquita –Aljama incluida la reconstrucción del alminar y ordeno edificar la ciudad palatina más bella del mundo... Madinat Al Zahra
Su gestión había recaído ya en Alhakem II, su hijo y de la esclava cristiana Maryam , una de sus esposas, elegida entre las más de 6.000 de su harén.
Cuentan que por alguna de ellas, sintió tal ardor que "abandonaba la batalla para correr a sus brazos".
Así sucedió con la primera, Fátima al-Qurasiyya, hija de su tío abuelo el Emir al-Mundir... La cual, debido a su rango llevaba el título de al-Sayyida al-Kubra, "la Gran Señora".
Hasta una noche en que la solicitó y Maryam le compró la visita a las estancias... Apareció bajo los velos, procurándole tal agrado al Califa, que cuando descubrió el engaño en lugar de castigarla, la convirtió en su favorita.
Hasta que llegó Mustaq, que fue la favorita del Califa en los últimos años de su vida y le dio el último de sus hijos, al-Mughira.
Apasionado por el lujo y la pompa, fue censurado públicamente por el Cadí porque dejó de cumplir sus deberes religiosos en la Mezquita Aljama tres viernes seguidos cuando dirigía con entusiasmo las obras del «Gran Salón del Califato» en Medina Azahara, cuyos muros quiso revestir de oro y plata.
Cuentan que para alimentar a toda la gente que vivía en el Alcázar se necesitaban trece mil libras de carne diarias, además de aves, pescados, cereales, hortalizas, frutas, etc...
Que llegaban a palacio en hileras de animales de carga que medían varios kilómetros.
El harén del Califa llegó a albergar seis mil trescientas mujeres y se calcula que el número de intelectuales protegidos por el Califa estuvo entre tres mil y ocho mil.
Se cuenta de él la siguiente anécdota:
Unos embajadores francos llegaron a la corte de Córdoba a fin de lograr una alianza con el Califa. Son citados al día siguiente para visitar a Abd al-Rahmán en el palacio de Madinat al-Zahra.
Al salir el sol los francos son conducidos a la puerta de Córdoba, donde arranca la carretera de cinco kilómetros hasta Madinat al-Zhara, ven como una alfombra de tapices cubre toda la distancia; a ambos lados, hombro con hombro, quince mil bereberes escogidos, con sus alfanjes extendidos sobre sus cabezas, tienden una bóveda de espadas, bajo la que caminan los atemorizados franceses.
Cada cien metros aparecen chambelanes ricamente vestidos, sentados en sillones de oro y plata. Los francos se postran ante ellos, creyendo estar ante el Califa, pero los chambelanes les decían: "Seguid, yo sólo soy un humilde esclavo de mi señor".
Después de dos horas de recorrido, llegaron a un salón con suelo de tierra y sin ninguna decoración, en el cual había un hombre sentado en el suelo, vestido con un traje raído, mirando distraídamente a un alfange, una hoguera y un ejemplar del Corán que tenía frente a sí.
A los francos les dijeron al oído: "Ése sí que es el Califa", y rápidamente se postraron ante él. Abderramán levantó la cabeza y, antes de que ellos dijeran nada, les habló secamente: "Cuando vosotros permitáis en vuestro reino esto (señaló el Corán) como yo permito en el mío vuestros libros santos, yo enterraré mi espada (dijo mientras la enterraba en la arena) y alimentaré todos los días la hoguera de la amistad (echó un leño al fuego)".
Les mandó salir sin dejarles hablar... ¡ Jamás volvieron !.
Si la anécdota es cierta, lo del traje harapiento fue sin duda una broma del Califa, pues tenía el Monopolio del Estado para la Fabricación de Trajes Suntuosos, y debía de ser el hombre más ricamente vestido durante siglos.
Pero Abderramán era impulsivo y cuando tenía un capricho no le importaba pisotear los derechos de sus súbditos:
Una vez, quiso comprar un terreno para una de sus favoritas, paseando le gustó la casa que habían heredado unos niños huérfanos, que como tales estaban bajo la tutoría del Cadí.
Abderramán ordenó al albacea que se la valorase a la baja.
Cuando se enteró el Cadí, contestó al Califa que la venta de los bienes de los huérfanos sólo era posible por tres motivos:
Por necesidad, por ruina grave o para obtener un beneficio para los niños.
Como ninguna de estas tres condiciones se cumplían y conociendo como conocía al Califa, ordenó derribar la casa y obtuvo por el material de derribo más de lo que ofrecía el Omeya.
Era famoso por su crueldad, ya que podía ser sanguinario más allá de todo límite. Quiso ver con sus propios ojos la muerte de su hijo sublevado Abd Allah, y lo mandó ejecutar en el salón del trono, en presencia de todos los dignatarios de la corte, para escarmiento general.
Según Ibn Hayyan (Historiador Omeya) , llegó a hacer colgar a los hijos de unos negros en la noria de su palacio como si fueran arcaduces hasta que murieron ahogados.
Cuentan algunos escritos de la época que el Califa utilizaba los leones que le habían regalado unos nobles africanos para castigar con más saña a los condenados a muerte.
Y esa crueldad no solo se quedaba en la batalla o para escarmiento... Su brutalidad con las mujeres del harén era notoria...
Estando borracho un día, a solas con una de sus favoritas de extraordinaria hermosura en los jardines de Medina Azahara, quiso besarla y morderla, pero ella se mostró esquiva e hizo un mal gesto, el Califa montó en cólera y mandó llamar a los eunucos para que la sujetaran y quemaran la cara, de modo que perdiera su belleza.
Durante sus últimos años Abd al-Rahman permaneció recluido en su ciudad dorada de Madinat al-Zahra, en su estancia favorita, aquella con el suelo cubierto de arena en que tuvo lugar la novelesca audiencia a la embajada franca... Allí permanecía la mayor parte del día y sólo un contado número de personas tenían libre acceso.
Entre los escasos privilegiados estaba Hasday Ibn Saprut, su médico personal, quizá el único hombre que jamás le tuvo miedo, posiblemente porque conocía su más profundo y bien guardado secreto: El obsesivo terror que sentía a morir envenenado a causa de la mordedura de una serpiente...
Algo que quedó grabado en sus ojos y su mente desde los años de su infancia, cuando mientras jugaba en los jardines del Alcázar de su abuelo, uno de sus hermanos resultó mordido por una víbora, muriendo poco después, entre estremecedores llantos, a la vista de él y de los otros niños que les acompañaban en sus juegos.
En la primavera de 961, el frío de la sierra cordobesa en Madinat al-Zahra hizo enfermar al Califa... Se temió que fuera una pulmonía, pero una vez más Hasday consiguió una curación sorprendente, no obstante, el médico sabía que aquella mejoría del malgastado organismo del Califa no sería muy prolongada, pero llegó el verano y con el buen tiempo el régimen de vida y audiencias de Abd al-Rahman volvieron a su ritmo normal.
Sin embargo, con el retorno de los frescos otoñales la salud de anciano monarca empeoró nuevamente y en esta ocasión el judío sabía que, ni su depurada ciencia podía hacer nada por él.
Así, un martes de octubre del año 961, tras cincuenta años en el poder y a los setenta de edad, dejando en el mundo once hijos, dieciséis hijas, la ciudad más hermosa y rica del mundo y la primera Facultad de Medicina que existió en Europa, Abd al-Rahman III murió pasando con todo merecimiento a figurar en las inmortales páginas de la Historia.
Pero Abderramán III, a pesar de tener todo Al- Andalus en sus manos no fue muy feliz y cuenta la historia que tenía una especie de diario en el que hacía constar los días felices y placenteros marcando el día, mes y año. De los 70 años que vivió, de ellos 50 reinando, tan sólo quedaron reflejados en ese diario catorce días felices.

Por Guillermo López García .