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viernes, 6 de septiembre de 2013

Al Mansur Abi Ibn Amir. Canciller de Al-Andalus.

Sin ser califa ni quererlo, con el solo título de hayib, gobernó Al Ándalus desde 981 hasta su muerte en 1002. Administró el estado, reformó los ejércitos, emprendió más de cincuenta guerras y las ganó todas. No sólo por eso, durante esas dos décadas, Almanzor fue el personaje más importante de esta parte del mundo. Y después durante siglos su figura perduró entre nosotros, a veces como ejemplo de gobierno y milicia, casi siempre como ser malvado al que se le imputaban derrotas que nunca sufrió y tambores que nunca perdió, casi nunca en su justa medida de personaje histórico, cuyo epitafio —compuesto por el poeta Yaziri— refleja su verdad:

Sus huellas en la tierra

te mostrarán su historia.

Cuando las encuentres,

creerás que lo estás viendo

con tus propios ojos”.

Un califa en una hornacina (septiembre de 976/safar de 366)

En el mes de las bodas, un meteoro incandescente apareció en el cielo de la parte oriental de Al Ándalus. Las mujeres y los niños se refugiaron en las mezquitas, los agricultores se reunieron en los zaguanes y las calles de Córdoba se quedaron desiertas en el calor del mediodía. El ejército recibió la orden de salir de los cuarteles. Después de la siesta, se oyó el reverberar de las plegarias y unos cánticos lastimosos que anunciaban la muerte por angina de pecho del califa Alhakam II.

De alguna forma lo fue durante toda su larga vida pero, por entonces, el heredero era tan sólo un niño de once años llamado Hixam. La teología política del Islam no acababa de aceptar que un niño pudiera ser califa. Por eso, en las exequias de Alhakam II, cuando el féretro ya estaba preparado para la plegaria, tronó una voz de desafío. Era el cadí Salim:

–¿Quién rezará por el Califa? –preguntó.

–¡Quién ha de hacerlo? –respondió el primer visir–. Pronunciará la plegaria su hijo y heredero, el Califa Hixam II.

Con determinación entrenada, un impúber rubio y orondo se acercó al féretro para iniciar los rezos. Entonces la voz recia del cadí se lo impidió:

–¡Una oración como ésta no servirá de nada al Califa!

El anciano desplazó al muchacho, se colocó junto al féretro y comenzó las exhortaciones. Nadie se atrevió a interrumpir el cántico monocorde de aleyas y augurios indescifrables que el cadí demoró todo lo que pudo. Después del entierro, aquel viejo jurista quiso explicar a los notables que de no haber dirigido la plegaria como lo hizo, habrían enterrado sin exequias al Califa Alhakam II. Con la edad en que ya no se teme a las palabras, añadió que esto no habría sido un castigo desmedido para alguien que dejaba al frente de la nación a un jovenzuelo imberbe.

En realidad, al hablar así y al dirigir él la plegaria, el cadí no pretendía restar legitimidad a la proclamación de heredero. Con recursos de viejo, quería ejercer la violencia justa para aplazar una guerra fratricida. No lo consiguió. Dos cortesanos eslavos llamados Nizamí y Yawdhar protagonizaron una intentona para poner en el trono a un hermano del difunto Alhakam, de nombre Almugira. La reacción legitimista partió no sólo de Almushafí, el primer visir, sino también de un alto funcionario llamado entonces Abí Amir, pero que pronto pasaría a la historia como Mansur o Almanzor.

Cuentan las crónicas que apenas supo de la conjura, el que después sería Almanzor y que era ya, entre otras cosas, jefe de la policía urbana de Córdoba, rodeó con un comando la casa de al-Mugira. Cuentan también que, muy asustado, este príncipe omeya se apresuró a jurar fidelidad a su sobrino. Almanzor se apiadó, pero el primer visir le reiteró la orden de ejecutarlo. Delante de toda su familia, Almugira fue colgado de una viga en el salón de su casa. Con frialdad y de manera rutinaria, Almanzor mandó levantar el cadáver y enterrarlo allí mismo. El caso fue calificado como suicidio y archivado.

La entronización del niño fue espectacular. Podemos imaginarla porque el coronado no sólo recibía la adhesión territorial de las coras (curias o provincias) de todo El Ándalus, sino también el vasallaje de cada uno de los jeques y el poder religioso que le entregaban los representantes de la comunidad de los musulmanes. En seguida, Almushafí se hizo nombrar hayib. Amir se convirtió en visir, (algo así como consejero o ministro). Y con Galib, el general en jefe de las tropas de la frontera con residencia en Medinaceli, se confirmó el triunvirato. Los paralelismos entre la historia de la antigua Roma y la de Córdoba son numerosos.

La primera medida del triunvirato fue abolir el impuesto que gravaba el aceite de oliva, el tributo más detestado por los andalusíes. Comenzaba a vislumbrarse de este modo el populismo que caracterizaría al nuevo gobierno cordobés. Además, apenas se acercaba la primavera del 977, el que pronto se haría llamar Almanzor salió de Córdoba al frente de un ejército, se adentró por las comarcas del norte del Duero, derrotó a las partidas de montañeses de León y volvió aclamado por el pueblo. Había ganado la primera de las más de cincuenta guerras que a lo largo de su vida haría contra los reinos del norte.

Por detrás (o por encima, según se mire) de los tres miembros del triunvirato estaba la madre del Califa. Se llamaba Subh y era eslava, en concreto, navarra. Había sido durante muchos años la primera esposa de Alhakam. Se cuenta que el refinado y cultísimo califa la vestía de hombre y, en la intimidad, la llamaba Yafar. Podemos imaginarlo como un hombre de aspecto débil, de piel clara, y teñido el pelo de oscuro para no parecer tan rubio. Y, al contrario, tenemos que imaginarla a ella como una mujer grande, rotunda y bella. La jefa del harén por ser la madre del heredero.

Esa mujer mantenía una relación amorosa con el joven, guapo y seductor Almanzor. Sólo por sus amores con la esposa del califa y madre del heredero puede explicarse que un joven de Algeciras o de Torrox (sobre esto aún hay disputas), que no es ni cortesano ni Omeya, que llega a Córdoba con veinticuatro años o menos para estudiar y trabajar en la notaría de su tío Zacarías se convirtiera a los treinta y siete en el hombre más poderoso de Al-Ándalus y, por lo tanto, de esta parte del mundo. ¿Podría Almanzor ser el padre de Hixam II? Faltan dos años para que cuadren las cuentas. Es decir, el niño debía de tener dos años cuando Almanzor llega a Córdoba, pero lo que sí es nítido es que, desde su misma concepción, Hixam es el instrumento de poder más importante de Subh y de Almanzor.

Pero vayamos por pasos: estamos todavía en 977: Galib y Almushafí se llevan mal. Galib y Almanzor se llevan bien: ese mismo año han hecho una segunda guerra contra los cristianos y la han ganado juntos. Al retorno de los vencedores, alguien promulgó un decreto califal que elevaba los poderes de Galib y de Amir. Además Subh, la gran señora, subió el salario de Almanzor hasta los 80 dinares: lo mismo que ganaba el hayib. Almushafí se preocupó y decidió recuperar poder a través de un matrimonio con la hija de Galib. Cuando ya están firmadas las capitulaciones, Almanzor se interpuso y convenció a Galib de que se convirtiera en su suegro. La boda entre Abí Amir y Asma se celebró por todo lo alto. Almushafí fue destituido en 978 y Almanzor se quedó con todos sus títulos, sobre todo con el de hayib que es el que ostentaría hasta que pudo cedérselo a su hijo Abdelmalic. El único título que Almanzor no tuvo (ni quiso, aunque sobre esto hay disputas) fue el de Califa. Pero esa renuncia a un título formal no implicaba ninguna renuncia al poder material. El destino estaba condenando a Hixam II a ser lo que siempre fue: un califa en una hornacina.

Almanzor, canciller de Al Ándalus
 Autor: José Luis Serrano - Fuente: El Secreto del Olivo