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miércoles, 21 de enero de 2015

La poesía en el período del emirato y en el califal (711-1031).

Nunca nación alguna se ha criado en suelo más apropiado para la poesía que la de los árabes.Bajo la dinastía de los Omeyas, que fundó Abd-ar-Rahman I y que duró dos siglos después de la caída de su antecesora en Oriente, floreció España hasta tal punto de poder y de esplendor que oscureció a los demás Estados de la Europa de entonces. Con las abundantes fuentes de la riqueza pública, que nacían de la agricultura favorecida por un cuidadoso sistema de irrigación, de la actividad industrial, y del comercio que se extendía por todas las regiones del mundo, la población creció también de un modo portentoso.
Desde el primer instante en que hubo en España una corte mahometana, el arte de la poesía arábiga se encontró allí como en su patria. En el palacio de Abd ar–Rahman, el primer omeya, se celebraban reuniones a las que asistía Hišam, el príncipe heredero, y donde se entretenían los convidados recitando versos, refiriendo leyendas o sucesos históricos, y haciendo panegíricos de hombres distinguidos y de grandes acciones. Siguiendo el ejemplo que había dado en oriente su antepasado Yazid I, los omeyas tuvieron a sueldo poetas de corte, y hubo grandes señores que se complacían en ser protectores muy liberales de los poetas, como Ibrahim, que vivió en Sevilla en 912 bajo el reinado de Abd Allah, y que alcanzó un poder y una riqueza casi regios.
Con el intento de embellecer su capital por todos los medios, a imitación de las ciudades de Oriente, Abd ar–Rahman I empezó en Córdoba la construcción de la gran mezquita que aún sobresale hoy día entre las ruinas de tantas obras maestras del arte arábigo, como una maravilla del mundo. Abd-ar-Rahman puso así los cimientos del esplendor de la ciudad de Córdoba. Al mismo tiempo, edificó una quinta hacia el noroeste de la ciudad, a la que llamó Ruzafa, en conmemoración de una casa de campo cercana a Damasco y perteneciente a su abuelo Hisam. En los jardines que se extendían en torno a este palacio hizo plantar árboles raros de Siria y de otras tierras de Oriente. Los siguientes versos están inspirados por una palma que creció allí, bajo el apacible cielo de Andalucía, como en su patria oriental, y provocó en el alma de Abd-ar–Rahman melancólicos recuerdos del país natal:

Tu también eres ¡oh palma!
en este suelo extranjera.
Llora,  pues; mas siendo muda,
¿cómo has de llorar mis penas?
Tú no sientes, cual yo siento,
el martirio de la ausencia.
Si tú pudieras sentir,
amargo llanto vertieras.
A tus hermanas de Oriente
mandarías tristes quejas,
a las palmas que el Éufrates
con sus claras ondas riega.
Pero tú olvidas la patria,
a la par que la recuerdas;
la patria de donde Abbas
y el hado adverso me alejan

Los músicos gozaban de igual favor en la corte y entre el pueblo. Abd ar–Rahman II convidó al cantor Ziryab para que viniese de Bagdad a Córdoba, y le recibió muy afectuosamente y con mil honrosas muestras de estimación, entre ellas una lujosa vivienda en su propio palacio, y diciéndole las condiciones bajo las cuales quería tenerle cerca de sí. Éstas eran en extremo brillantes: Ziryab debía recibir doscientas monedas de oro como presente anual y debía gozar del usufructo de varias casas, campos y jardines, que constituían un capital de catorce mil monedas de oro. Después de haber hecho estos espléndidos ofrecimientos, pidió Abd ar-Rahman al cantor que se dejase oír, y cuando hubo cantado, quedó el califa tan prendado de su habilidad que en adelante no quiso oír cantar a ningún otro. Pronto escogió a Ziryab para que fuese de los que más íntimamente le trataban, y se complacía en hablar con el de poesía, de historia, de artes y de ciencias. El cantor tenía muy extensas nociones de todo: prescindiendo de que sabía de memoria la melodía y letra de diez mil cantares, había estudiado astromonía e historia, y no había nada más instructivo que oírle hablar sobre los diversos países y las costumbres de sus habitantes.
Pero aún más que su gran saber eran admirados su ingenio y su buen gusto. Su canto era tan encantador que se divulgó la creencia de que por las noches venían los genios a visitarle y a enseñarle sus melodías. Vivía Ziryab con un boato de príncipe y siempre que aparecia en las calles lo rodeaban cien esclavos. Del celo con que se estudiaba entonces la música vocal e instrumental dan testimonio no sólo las obras teóricas que se escribieron sobres este arte sino también un gran libro de los cantares andaluces, compuesto para competir con la colección que hizo Alí de Ispahan de los cantares de Oriente.

Salah SEROUR